Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto



2. Los Estudiantes-Clientes
A los estudiantes, como ha subrayado Simon Leys en una lección sobre la decadencia del mundo universitario, en algunos centros canadienses se los considera ya como clientes. El mismo resultado se desprende también de una minuciosa investigación sobre el funcionamiento de una de las más importantes universidades privadas del mundo. En Harvard, según informa Emmanuel Jaffelin en Le Monde del 28 de mayo de 2012, las relaciones entre profesores y estudiantes parecen fundarse sustancialmente en una suerte de clientelismo: “Dado que paga muy cara la matrícula en Harvard, el estudiante no sólo espera de su profesor que sea docto, competente y eficaz: espera que sea sumiso, porque el cliente siempre tiene razón”. En otros términos, las deudas contraídas por los alumnos estadounidenses para financiar sus estudios, cercanas a los mil millardos de dólares, los obligan a ir “más a la búsqueda de ingresos que de saber”.
En efecto, el dinero que los matriculados vierten en las áreas universitarias ocupa un puesto de primer rango en los presupuestos elaborados por los rectores y los consejos de administración. Y este dato comienza a cobrar gran importancia también en los centros estatales, donde se intenta atraer a los estudiantes por todos los medios, hasta el punto de realizar, como sucede con los automóviles y los productos alimenticios, verdaderas y genuinas campañas publicitarias. Las universidades, por desgracia, venden diplomas y grados. Y los venden insistiendo sobre todo en el aspecto profesionalizador, esto es, ofreciendo cursos y especialización a los jóvenes con la promesa de obtener trabajos inmediatos y atractivos ingresos.
Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto

3. Las Universidades-Empresas y los Profesores-Burócratas
Institutos de secundaria y universidades, en definitiva, se han transformado en empresas. Nada que objetar si la lógica empresarial se limitase a suprimir los despilfarros y a rechazar las gestiones demasiado alegres de los presupuestos públicos. Pero, en esta nueva visión, el cometido ideal de los directores de instituto y rectores parece ser sobre todo el de producir diplomados y graduados que puedan insertarse en el mundo mercantil. Desposeídos de sus habituales vestimentas de docentes y forzados a ponerse las de gestores, se ven en la obligación de cuadrar las cuentas con el fin de hacer competitivas las empresas que dirigen.
También los profesores se transforman cada vez más en modestos burócratas al servicio de la gestión comercial de las empresas universitarias. Pasan sus jornadas llenando expedientes, realizando cálculos, produciendo informes para (a veces inútiles) estadísticas, intentando cuadrar las cuentas de presupuestos cada vez más magros, respondiendo cuestionarios, preparando proyectos para obtener míseras ayudas, interpretando circulares ministeriales confusas y contradictorias. El año académico transcurre velozmente al ritmo de un incansable metrónomo burocrático que regula el desarrollo de consejos de todo tipo (de administración, de doctorado, de departamento, de curso de graduación) y de interminables reuniones asamblearias.
Parece que nadie se preocupó como debería de la calidad de la investigación y la enseñanza. Estudiar (a menudo se olvida que un buen profesor es ante todo un infatigable estudiante) y preparar las clases se convierte en estos tiempos en un lujo que hay que negociar cada día con las jerarquías universitarias. No nos damos ya cuenta de que separando completamente la investigación de la enseñanza se acaba por reducir los cursos a una superficial y manualística repetición de lo existente.
Las escuelas y las universidades no pueden manejarse como empresas. Contrariamente a lo que pretenden enseñarnos las leyes dominantes del mercado y del comercio, la esencia de la cultura se funda exclusivamente en la gratuidad, la gran tradición de las academias europeas y de antiguas instituciones como el College de France (fundado por Fancisco I en 1530) –sobre cuya importancia para la historia de Europa ha insistido recientemente Mare Fumaroli en Napolés, en una apasionada conferencia dictada en la sede del Instituto Italiano per gli Studi Filosofici- nos recuerda que el estudio es en primer lugar adquisición de conocimientos que, sin vínculo utilitarista alguno, nos hacen crecer y nos vuelven más autónomos. Y la experiencia de lo que aparentemente es inútil y la adquisición de un bien no cuantificable de inmediato se revelan inversiones cuyos beneficios verán la luz en la longue durée.
Sería absurdo cuestionar la importancia de la preparación profesional en los objetivos de las escuelas y las universidades. Pero ¿la tarea de la enseñanza puede realmente reducirse a formar médicos, ingenieros o abogados? Privilegiar de manera exclusiva la profesionalización de los estudiantes significa perder de vista la dimensión universal de la función educativa de la enseñanza: ningún oficio puede ejercerse de manera consciente si las competencias técnicas que exige no se subordinan a una formación cultural más amplia, capaz de animar a los alumnos a cultivar su espíritu con autonomía y dar libre curso a su curiositas. Identificar al ser humano con su mera profesión constituye un error gravísimo; en cualquier hombre hay algo esencial que va mucho más allá del oficio que ejerce. Sin esta dimensión pedagógica, completamente ajena a toda forma de utilitarismo, sería muy difícil, ante el futuro, continuar imaginando ciudadanos responsables, capaces de abandonar los propios egoísmos para abrazar el bien común, para expresar solidaridad, para defender la tolerancia, para reivindicar la libertad, para proteger la naturaleza...
Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto